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Cada época establece sus códigos de belleza. Es difícil fijar una jerarquía que resuelva la primacía de un código u otro. Cómo decidirse entre un dibujo preparatorio de Leonardo para el retrato de Isabella d'Este y una escultura Ife. Es imposible, ambos nos atraen poderosamente y despiertan en nosotros una profunda admiración. Arte y cultura discurren según procedimientos orientados por el gusto. Lévi-Strauss señalaba el campo de variaciones que existía entre los sistemas ornamentales de los caduveo y los bororo. Ambos tienen la misma función, dar a la realidad una dimensión nueva. Hay culturas dominadas por una profunda intención estetizante. Una porcelana japonesa es el resultado de un proceso refinado de técnicas que hace posible el resultado admirable de sus formas y texturas; lo mismo que un dibujo de la dinastía Ming, que parece trazado por el soplo del viento.
Luego serán los estándares culturales los que generalizarán e impondrán determinados estilos y formas. Se trata de las a veces extravagantes aventuras del gusto que, abandonado el contexto en el que surgieron, hacen posible todo tipo de remakes hasta los extremos del kitsch. Hay otras épocas, dominadas por una poderosa voluntad de forma que se despliegan en las variaciones que dan a sus constelaciones artísticas. Otras insistirán en instituir una forma propia como canon. Es el debate de Winckelmann en torno al Laocoonte. Para el conservador de las colecciones antiguas de la Villa Albani el arte no tenía derecho a expresar el dolor. De Lessing a Baudelaire discurrirá una reflexión paralela que instaurará otro concepto de belleza, que será sublime o convulsa.
Es una distancia que se interpretará una y otra vez desde los referentes antropológicos y culturales de cada época. Si habláramos de la arquitectura, qué nos puede parecer más bello: el Partenón o el templo de Minerva del Pireo, ideado por el Eupalinos de Valéry, por un parte, o los pabellones de la Villa Katsura en las horas del ocaso, por otra; la cabaña de Adán en el Paraíso o los palacios del siglo XVIII. En uno y otro caso es el gusto el que decide sobre la apreciación y juicio estéticos. Fue Diderot quien entendió que el gusto no podía convertirse en la instancia última del valor estético y exigía que la crítica asumiera el papel de orientadora del saber acerca del arte. Un trabajo que hoy resulta todavía más necesario ante la compleja deriva de formas que discurren en el entramado cosmopolita de nuestra civilización.
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