Nuestras ciudades tienen temas de trabajo fascinantes que precisan de interpretaciones novedosas para hacer de ellos oportunidades trascendentes para su futuro. Con objeto de explicar esta afirmación y el enorme potencial que aloja, me gustaría contraponer los dos ámbitos que figuran en el título —periferia versus ciudad central [núcleo histórico + ensanches] —, tratando de encontrar asuntos potencialmente activadores de cambios deseables en cada uno de ellos, a la luz de una lectura nueva de la ciudad generada precisamente por la inversión del sentido de la mirada, que ya no es desde el centro a la periferia, sino desde la periferia al centro.
Hemos vivido las últimas décadas mirando la periferia de la ciudad con un cierto embeleso. La idea de que el centro era algo acabado y solo necesitado de operaciones de remate, protección e intervención integrados impulsó desde los primeros ochenta a varias generaciones de arquitectos a mirar la periferia como el lugar desregulado en el que ensayar nuevas escalas, tipologías y programas y activar versiones de espacio público de nuevo cuño. Esta exploración, realizada desde el centro, sembró todo un léxico nuevo de «descampados», «áreas de impunidad», «grandes contenedores», «infraestructuras»… y renovados discursos sobre la necesidad de construir una periferia que explotara sus condiciones específicas, especialmente el contacto con la naturaleza y la hibridación de usos en unos esquemas urbanos en los que industria, residencia y dotaciones únicas convivirían con naturalidad. Mientras tanto, el centro ha perdido residentes, ha expulsado a las grandes corporaciones que concentran a sus empleados en las «ciudades corporativas» de las afueras, se ha terciarizado y gentrificado y entrega barrios enteros a los inmigrantes y al ocio nocturno. Sin embargo, ese centro, con su complejo mapa social y su falta de niños, con sus incomodidades reales o imaginadas —ruido, falta de naturaleza, inseguridad…—, ofrece oportunidades nuevas. Podríamos decir que ha llegado el momento de volver la mirada al centro aprovechando lo que hemos aprendido en la periferia. Y, en este sentido, me gustaría apuntar tres ingredientes que la ciudad central necesita y para los que el trabajo en la periferia ha desarrollado instrumentos que los podrían hacer posibles. El primero es una reflexión sobre las infraestructuras y su papel organizador de la ciudad, que vendría a revisar profundamente la confianza tecnocrática en aquellas, especialmente las más tradicionales; el segundo se refiere a la construcción de una diversidad programática basada en la hibridación de los usos, sobre todo aquellos que relacionan producción y residencia; y el tercero es lo que podríamos llamar «la naturalización de la ciudad», con todas sus connotaciones inherentes a las inquietudes medioambientales.